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martes, 5 de agosto de 2014

Odio

Esta es abiertamente una narración de odio porque de "amor" ya se ha escrito mucho:


Y ahí estás, con el dolor en el cuello de todo el estrés de la semana de mierda que estás teniendo. Recuerdas el poder de las palabras y piensas que quizá la semana no ha sido lo suficientemente mierda y tus palabras la tientan a mostrarse como más mierda pueda ser. El resto de la humanidad te estorba, tanto o más que la ropa, que no es más que otro recordatorio del resto de los hombres, una extensión del estorbo que configuran. Te desnudas un poco y empiezas a desquitarte con el lenguaje. Quieres escribir, escribir hasta que las letras destilen odio, odio puro, tan puro que llegue a ser amor. Es en esos momentos en los que aprecias la soledad, en los que entiendes que no eres una “people person” y que no puedes evitar usar un spanglish porque tu gusto por el inglés te hace creer que hay algunas palabras que describen mejor ciertos conceptos que el español. Te fastidia que te hablen y consideras que la única forma en la que el resto de seres humanos en el planeta deberían existir es indirectamente, a través del arte. Así, la música, la pintura, los libros, no te molestan. Empiezas a hacer tu propia cuota de arte para que quizá, algún día, alguien en la misma situación en la que estás, te acepte para perturbar su soledad. Sabes que deberías dormir ya, porque entre más tarde te vayas a dormir, más te costará despertarte al día siguiente. Y mañana, especialmente, no te puedes dar el gusto de hacerte la difícil para levantarte. El dolor en el cuello sigue. Deseas un masaje. Te urge un masaje.

“¿Cómo le fue?”. Pregunta irónica. Le podrías hacer un breve análisis: puede mostrar interés. Además, él lo dijo con una entonación bastante natural y alegre. Lo alegre es entendible, dada la situación. Sin embargo, irónica. Porque realmente ¿qué le importaba? Nada le importaba, nada le importa. Y desde eso estás desestabilizada. Lo sabes. Pero no lo quieres reconocer completamente. Crees que haces esfuerzos para equilibrarte y que son útiles. En el fondo, sabes lo infructuosos que son.

Que después te hayas lesionado levemente el brazo realmente no te importó, ya estabas mal desde antes. De hecho, ese dolor más bien te equilibró un poco, te recordó que existe una realidad. Una realidad que no es tan mal como la exagera tu mente influenciada por la ilusión resentida. Una realidad que es, fácticamente, una mejor razón para desestabilizarse. Por eso te enojas, y odias que eso te enoje. Te enojas dos veces. Y hasta tres, porque ser consciente de las causas de ese doble enojo y no poder hacer nada para controlarlas es una tercera razón para enojarse.

“Siento que este día va a ser genial”, pensaste porque hasta que ese pensamiento se te atravesó, el día había sido de fábula. Y, de hecho, lo siguió siendo hasta poco después. No obstante, tus presentimientos realmente nunca son precisos. Y lo sabes, pero siempre te obstinas en seguir creyéndote. ¡Y cómo giró ese día genial! Ya sabías que habías tenido suficientes señales para declinar a esa empresa, y sabías que en esas señales sí podías confiar. Es solo que eres terca, lo sabes. Todo siempre lo sabes.

Qué incómodos debieron verse tus ojos buscando escapar de esa escena. Te debiste ver patética, en especial, ante su mirada. Su mirada, que sientes que te decodifica puntualmente cada que eres su objeto. Tan patética te debiste ver que hiciste brotar ese “¿Cómo le fue?” de la garganta de él.

El resto de humanidad sigue siendo igual de repugnante. Pero como ya llevas un tiempo aislada, sin que nadie se dirija a ti directamente, como ya llevas un tiempo sin tela sobre tu pecho, sientes que la paz puede ser algo más real. Aunque debes dejar constancia de tu odio. De que odias que las leyes vayan en contra tuyo. De que odias que el bar de la esquina toque la música que odias y que pongan el volumen tan alto. De que odias que la desnudez haya sido presa de tanto morbo, porque de no ser así, podrías andar feliz con tu desnudez por todo lado públicamente. De que odias que siempre pase lo mismo y que nunca aprendas nada. De que odias que siempre la incertidumbre quede abierta. De que odias haber sido ilusa. De que odias todas las posibilidades que no pasaron.

“Bien”, le respondiste tratando de poner la voz común y corriente. Y de hecho, la pusiste tan común y tan corriente, que fue más común y más corriente de lo usual. Debías además, evitar encontrar su mirada y no pudiste. Ese “¿Cómo le fue?” seguía sonando igual de irónico y reductor. Ese interés inexistente y medio insinuado te perturbó.

Tus pensamientos son un caos. Los retuerces hasta lo impensable, les haces nudos y tratas en vano de desatarlos. Cada nudo es punto de fuga de tu cordura. Gracias a cualquier ente al que se le deba agradecer, ya eres loca, de otro modo, habrías perdido la cabeza. Planeas la dulce venganza de decirle “No” si algún día te propusiera algo. Sabes que es inútil, no te va a proponer nada. Aparte de eso, piensas que podrías ser débil: hay cosas a las que no se puede negar. A pesar de todo, y en contra de las apariencias, tu autoestima es muy fuerte como para culparte por no ser de su agrado. Crees modestamente que en algún momento le interesaste, pero no lo sabes certeramente, de ese modo en que nunca has podido saberlo y siempre has sabido dudarlo.

Y recordaste que con él eres cordial usualmente, así que no lo podías ignorar tanto: “¿A usted?” continuaste hablando, siendo recíproca a su irónico interés, pues saber cómo le había ido te importaba poco menos o poco más (poco más) de lo que a él le importaba saber cómo te había ido.

Este día que está muriendo está siendo el día perfecto para la semana de mierda que estás teniendo. El hielo en la lesión te hace doler aún más y odias eso. La escena de él abrazando muy afectuosamente a esa señorita, acompañada del interés fingido de esa pregunta irónica, responde clara y concretamente a la recurrente cuestión de si él estaba interesado en ti ¡y odias eso! A tus convivientes, a tus vecinos, a tu imaginación, a los gobernantes, al dolor de la lesión, al día agitado que se te venía, odias todo eso. Simplemente, lo odias todo. Menos las letras, magníficas, te exorcizan.

Se te ocurre que seguramente, cuando hiciste maleta para el día siguiente, empacaste las ganas que le robaste a algún otro miserable, porque tú no tenías ninguna. Hoy te has propuesto a odiar esta semana de mierda y a odiarlo a él. Sin embargo, no pretendes odiarlo, no le puedes culpar de nada. Por eso ideas formalismos para futuros días: saludarlo siempre que sea pertinente, ignorarlo cuando sea posible y no volver a intentar saber de él. Claro que a los sentimientos no hay quien los ataje.

Repasas lo patética que te debiste ver, lo incómodo que debiste actuar y lo irónico que sus palabras sonaron, junto con varios detalles más del día. Concluyes odiando que te siga doliendo el cuello y que nunca le encuentres una solución a la incertidumbre, aunque la experiencia te tenga respuestas. Solo esperas que decir que la semana ha sido de mierda, no la tiente a ponerse peor mañana, pues es cuando menos mierda la necesitas. Y después de todo, pensándolo mejor, notas que no estuvo tan mal hoy. Es solo que lo empezaste a odiar a él, y cada que un nuevo odio empieza, debes reestructurar los viejos amores.

miércoles, 25 de junio de 2014

Escribir por escribir

Escribir por escribir, qué grandes ideas las de la medianoche. A propósito de eso, es curioso: los pensamientos cambian de acuerdo al momento del día. Quizás es el nivel de compañía, o mejor, el silencio que hay en varios momentos del día, lo que influye sobre los estados mentales. En el día, los pensamientos suelen encontrar restricciones y distracciones. En la noche, se desatan como caballos al galope.

Sin embargo, los caballos cambian. Antes de la medianoche, están amaestrados, son de paso fino. Antes de la medianoche, pensando, hasta se pueden encontrar soluciones o generar ideas factibles y provechosas. Quizás, hasta geniales. Luego de la medianoche y hasta la madrugada, los caballos pierden los estribos, son salvajes, van al trote, arrasando con todo. Entre la medianoche y la madrugada, la impulsividad es la que piensa y todas las decisiones son de pura valentía (especialmente si se habla de romance). Y, aunque los pensamientos surgidos después de medianoche también pueden ser geniales, probablemente no se ajusten a la sociedad.

En la noche, cuando la mayoría de la ciudad duerme, el silencio es inevitable. Inclusive, si se quiere poner música para evadirlo, se notará que el volumen no necesita ser muy alto. Eso mismo es el recuerdo de que el silencio está vigente y de que su reinado es en ese momento. El silencio invita a pensar. Todas esas cuestiones que de día fueron calladas por el comercial de televisión, por el accidente en la vía, por el ruido de los cubiertos, por la incomodidad en el ascensor... todas esas cuestiones, no encuentran nada más que las calle cuando el silencio les da la palabra.

Mi madre dice que el silencio es aterrador porque le obliga a uno a encontrarse consigo mismo. Yo pienso que tiene razón, pero no creo que sea aterrador per se. Pienso que eso refleja que ella teme a sí misma y a sus pensamientos. No obstante, yo ya no sé si envidio o compadezco a aquellos que tienen pensamientos calmados. Yo no me asusto con mis pensamientos, pero me enloquecen.

Lo que pretendo ilustrar es que la noche hace hablar al pensamiento, probablemente porque el silencio lo permite así, y se generan ideas de resaltar.

Bueno, realmente, no pretendo ilustrar eso. No pretendo ilustrar nada. Ese no es el tema ni el propósito de este texto porque este texto no tiene tema ni propósito. Por lo tanto, todos los temas y todos los propósitos le pueden pertenecer. Yo solo escribo.

Escribir por escribir. Mas escribir siempre tiene una razón. Empecé diciendo que iba a escribir por escribir. Obviamente, no. Yo escribo por muchas razones, sé que una de esas justifica esta escritura. Escribo para sacar las bestias. Escribo para hacer inventario mental. Escribo para compartir la alegría. Escribo para intentar comunicar. Escribo para enterrarme el puñal. Escribo para no morir. Y en ocasiones, hasta creo que escribo para resucitar.

Pero, por esta vez, intenten creer que solo escribí por escribir. Es un favor a la autora.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Nota suicida

¡Cuántas cosas sabe la luna! Aunque es absurdo decir eso, pues la luna no puede saber: no tiene las capacidades para pensar y ser consciente de algo. A menos que lo haga de una forma tan diferente a la nuestra, que no nos damos cuenta de que pasa. Como sea, a los poetas nos encanta usar la luna como testigo y, a veces, también mensajera, ya que siempre está presente, viendo todo durante la noche. Y en la noche sí que pasan cosas ¡Y qué cosas! No obstante, la luna tampoco puede ver porque no tiene las capacidades para hacerlo. Al menos, no en nuestra forma.

El punto es que nos encanta usarla como unidad omnipresente y omnisciente que hace las veces de testigo, cómplice y juez, de modo que se haga referencia a algo tangible, en vez de apelar a una divinidad, evadiendo las discusiones sobre la ontología divina. Sin embargo, realmente, decir que la luna sabe muchas cosas es tan acertado como decir que una roca sabe mucho o que un dios sabe mucho. Mas la luna es tan hermosa que todo lo que sea con ella, queda mejor.

Entonces, aunque sea absurdo, digamos poéticamente que la luna sabe muchas cosas. Nada menos, en este instante, hagamos el intento de inventar cuánto podría saber ella sobre la cuadra donde vivo. Sabría que cuatro familias enteras duermen plácidamente, pero en otra familia, uno de los hijos tiene una pesadilla. Conocería el hecho de que, en otra casa, todos duermen tranquilamente, mientras la hija de dieciocho años se masturba pensando en su prima. Así como el hecho de que la torta de cumpleaños de la hija de los de la esquina se quedó afuera de la nevera y la están saboteando las hormigas y una cucaracha. Sabría que en otra casa los dos padres duermen profundamente mientras los dos hijos preadolescentes se desvelan viendo una película de terror que les causará pesadillas. Que en dos casas más, los padres tienen sexo de la forma en que no quieren que sus hijos tengan, mientras el resto de habitantes duerme sin sospechar nada; pero en otras 2 casas, los padres tienen un sexo decepcionante y ya a nadie le importa si eso aún pasa o no. La luna tendría conocimiento de que, en tres casas más, los hijos varones adolescentes se masturban sin razón específica, y que en otras dos, un grifo mal cerrado aumenta la cuenta de cobro del agua. Sabría (y esto no tenemos que inventarlo) que en esta casa, alguien se desvela especulando acerca de lo que ella sabría y lo que no, mientras alguien duerme plácidamente y otro alguien duerme a la fuerza. Sabría que yo no estoy tranquilo porque ella está dormida con pastillas. Y quisiera poder mentir sobre esa última afirmación.

¡Cuántas especulaciones!
Creer que la luna tiene sensaciones
Se despliegan en soliloquio
Creencias de un repugnante loco
Ensalza la bella simplicidad
Posterior a la gran atroci-La noche ya no está para poesía. Mejor, tratemos de revisar cuánto sabe la luna sobre mí en esta noche. Es más urgente o más necesario e, inevitablemente, real. La luna sabe que yo estoy sobre mi cama, preparando el fin en silencio para que mi hermana no se despierte. La luna sabe que hace unos minutos, traté de esconderme de ella misma porque mis acciones no eran dignas de su vigilia. Ella sabe que perdí el control de mí y que ahora me repudio. La luna supo antes que nadie, lo que mañana todos sabrán cuando vean mis pies colgantes. La luna sabe que estoy apenado con ella, señora de la noche.

¡Carajo! ¿Cómo es mi sensibilidad, si me ocupo más de la luna que del daño que causé? ¿Cómo es que no puedo ser un cobarde y acabar con todo sin antes hacer reflexiones absurdas y arte de tres pesos? Es que soy un criminal, pero sigo siendo poeta.

La luna sabe que no resistí más su indiferencia y que le di el suficiente somnífero para que durmiera por un buen rato y no opusiera resistencia a mi presencia. La luna sabe que sentí el mayor placer, aunque su cuerpo estuviera inerte, porque disfruté ver cómo su carne rebotaba. La luna sabe que cuando el clímax pasó, me sentí despreciable, miserable, indigno de cualquier amor. La luna sabe que cuando la vi, majestuosa guardia de la noche, al salir del cuarto de mi sobrina, bestializado y culpable, advertí que ella me había visto. Sabe que en ese instante me acobardé y decidí terminar mi parte en la historia; pero que antes de eso, me tuve que detener a contemplarla. Y escribo lo siguiente antes de colgarme porque de ello debe quedar constancia: fui un criminal, pero seguí siendo poeta.