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jueves, 9 de febrero de 2017

Doncella de hierro

Alguna vez alguien se horrorizó cuando dije que la escritura es mi forma de exorcizarme. Le aterrorizó la mención indirecta a mis demonios, supongo. Si supiera que a veces escribo como orando, me mandaría a excomulgar, no por castigarme (demás que sabe que no me importaría), sino por protegerse. Pero es tan cierto, releer mis escritos me permite ver cómo me limpiaron, cómo fueron el baúl de lo inútil, cómo me guiaron en su momento. Por eso estoy escribiendo en esta ocasión, mis letras son mi mapa y preciso una guía ahora que trato de reencontrarme.

Hace un tiempo escribí esas líneas, que ahora son la introducción perfecta: el siguiente texto es de esas escrituras necesarias para mí. Al escribirlo, pretendía pintar con palabras, porque tenía la imagen en la cabeza, era una metáfora personal poderosa, pero sentía que se pintaba mejor con letras que con trazos y colores. Que disfruten sus interpretaciones.


Como a algunos otros, me llamó la atención, era muy peculiar. Me quise acercar, pero conservé distancia. Lo que me atraía era la inquietud de saber qué resguardaba tan severamente. A otros, quizás les atraía la estética sádica y elegante. No obstante, para la mayoría pasaba desapercibido.

Se veía forjado con esmero, tenía un color negro mate bien cuidado, aunque con unas pequeñas peladuras. Era resistente, no lo toqué, pero no era necesario para reconocer la solidez de un buen metal bajo la pintura. A pesar de tener una grieta que revelaba la tapa, se notaba hermético e impenetrable. Era grande, parecía hecho para albergar un cuerpo de alrededor de 1,90 m.

No era un ataúd común, ciertamente, mas hubo dos características particulares en él que llamaron más mi atención. Lo primero que noté fueron las púas. En toda la superficie había púas peligrosamente filosas y excepcionalmente brillantes, ubicadas uniforme y equidistantemente. Lucían totalmente sólidas y amenazantes, quizás solo poner el dedo sobre una de ellas podría herir. Estas daban aspecto sádico al ataúd y lo hacían más elegante por su color plateado. Pero lo que realmente hacía sádico al cofre era la segunda característica extraña que noté: había unos pequeños agujeros en diferentes partes de la superficie que dejaban ver el interior del cofre; pero para ver a través de ellos, habría que pegar el ojo, lo que irremediablemente implicaría atravesarse las púas en el cráneo. ¿Por qué ponerle un precio tan alto a la curiosidad?

Quise ver qué pasaba con este objeto y tomé un lugar privilegiado para observar sin exponerme. Las horas pasaron sin mayores eventualidades, solo unos pocos se detuvieron a observar el cofre. Lo más resaltable fue que una mujer examinó una púa con curiosidad y pareció pincharse. No sé qué esperaba de mi observación, solo tenía curiosidad. Sin embargo, muy avanzada la noche, cuando ya no pasaba nadie y empezaba a contemplar abandonar mi tarea, mi curiosidad fue exacerbada.

La tapa del ataúd se abrió muy lentamente, hasta pude sentir cómo mis pupilas se dilataban, y una excitación recorrió mi cuerpo. Vi salir a una mujer pequeña y frágil, estaba desnuda, su piel era pálida y con múltiples laceraciones. Su altura era como la mitad de la del cofre y sus ojos no parecían tener brillo. Lucía asustada, miraba para todos lados antes de dar un paso y examinó visualmente todo cuanto pudo; incluso, temí que me descubriera. Luego, escurridizamente, se retiró del cofre y la perdí de vista. Miré de nuevo el ataúd y descubrí que las púas continuaban hacia adentro, recordando aquel instrumento de tortura llamado doncella de hierro. Dudé si acercarme al objeto abierto, pero antes de tomar una resolución, ella volvió tan sigilosamente como se fue. Se paró frente a su cárcel (o fortaleza), le observó minuciosamente, detuvo un par de veces su mirada y limpió algunas púas. Volvió a entrar y el ataúd volvió serenamente a su hermetismo, belleza y misterio.