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jueves, 5 de octubre de 2017

Ouroboros

Sensible, emocional, irritable, llorona; labilidad emocional para ponerme clínica. Una autodenominación ocasional de melancólica, sentir que todo duele y todo me duele: el país, los géneros, la Tierra, los animales no humanos, buscar trabajo, socializar, la soledad, mi reflejo, la finitud de la vida de mi gato. ¿Un dolor de existir? Una oposición no planeada a la joie de vivre.

Cansancio de la vida (tedium vitae) que muchos podrían decir que apenas comienzo, como si dejar de babear y gatear, controlar mis esfínteres, pasar por la deformidad de la adolescencia y el martirio de la academia no fueran suficientes. Tal vez las personas lo dicen porque a partir de ahora es que puedo sufrir aún más: por mantener un empleo, por ganar suficiente dinero, por pagar las cuentas, por endeudarme, por “formar familia”. Es muy diciente, es equiparar la vida al sufrimiento, una confirmación de la primera noble verdad del budismo.

Quizá lo que necesito es otra dimensión, algo que me dé sentido y me quite la razón, ¿para qué tenerla? Es una búsqueda que he emprendido a medias desde hace unos meses, a ratos la voy encontrando y le abandono de nuevo. Debe ser algo más potente, más definitivo, una revelación mística. Es que por los medios de la razón no consigo mucho, hay comprensiones que escapan a ella, puedo tenerlo todo muy claro en mi pensamiento, pero algo más sigue atascado, enraizado, inamovible. Una terquedad parcialmente explicable, parcialmente incomprensible.

A los seres humanos no nos moviliza la razón, esto lo he repetido ad nauseam, es la falacia de la Ilustración. Nos movilizan las emociones que tratamos de pasar por la palabra para justificar nuestros errores, estupideces, fracasos y éxitos. Nos entrenan en ordenar racionalmente nuestras emociones desde la infancia y cuando crecemos, hay quienes nos esclavizamos a la razón. Pero como no es omnipotente, llega el momento en que nos deja caer y quedamos allí, inermes, indefensas, buscándole un sustituto.

Curioso que en medio de tal desesperación, considero que mi paliativo más accesible es la escritura, herramienta por excelencia de la razón. Sin embargo, creo que representa la escritura un lugar especial, una fuga, una ambigüedad exquisita. Puede retorcerse para llegar a las sensaciones menos racionales, elevarse para alcanzar los estadios más oníricos, estirarse rectamente para complacer a “los ilustrados”, formar escalones terapéuticos hasta lo más íntimo del yo y ser vehículo de todo tipo de afectos.

La escritura ha estado incondicionalmente a mi disposición y encuentro en ella un oasis. Hace unos tres años, una chica se horrorizó cuando dije que la escritura era mi forma de exorcizarme. Le aterrorizó la mención indirecta de mis demonios, supongo. Si supiera que a veces escribo como orando, me mandaría a excomulgar. Mas es muy cierto, para desligarme de metáforas cristianas: releer mis escritos me permite ver cómo me limpiaron, cómo fueron el baúl de lo inútil, cómo me guiaron en su momento.

Por eso estoy escribiendo en esta ocasión, mis letras son mi mapa y preciso una guía ahora que trato de encontrar algo (o de encontrarme). Me siento caminando en círculos, como un minino persiguiendo su cola. Delante de mí, el rastro imaginario de mis huellas. Tras de mí, mis pasos desvaneciéndose. Creo ir tras algo que recuerdo, sé que es algo nuevo, pero lo recuerdo. ¿Cuán vulnerada está mi memoria? Quizás, realmente estoy caminando en una línea recta que se aparta cada vez más del punto deseado.

¿Cómo era ser feliz? ¿En qué creía cuando era feliz? ¿Qué esperaba? ¿Sería válido todo eso en este yo? Recuerdos difusos y visualizaciones nubladas. Me es casi imposible imaginar un cambio, cuando intento pensar en cómo estaré en cuatro meses, honestamente solo imagino neblina, es una imagen mental de un camino nebuloso. Entonces, llega la impotencia, la labilidad, la necesidad de algo más y de nuevo, a escribir.

Y este texto, como yo desde hace un tiempo: ouroboros.