Esa no es una casa tan de locos para ver quién es su dueña. Magdalena no es del tipo de personas que suben las escaleras de una en una o se visten de negro para ir a entierros. Ella regala flores tejidas en crochet porque considera que regalar cadáveres de flores no es un bonito detalle. Usa mochilas, en vez de cualquier otra clase de maletín o bolso, en las que sumerge todo lo que tenga que llevar consigo en el orden que el azar determine, aunque luego le sea una odisea extraer algo de allí. Hace compromisos sobre compromisos porque su atención es como la de un cachorro en un parque, y logra sortear este impasse debido a que la noción de tiempo funciona diferente en ella.
Su cabello simplemente cae sobre sus hombros, senos, espalda y brazos como finas pinceladas castañas rojizas. Sus brazos tintinean al moverse por todas las manillas y pulseras que lleva. Las blusas que usa son tan largas, que parecen vestidos y le hacen ver la cara aun más alargada. Ella toda es una explosión de color y risas, sin memoria ni preocupaciones, y explica sus continuos despistes diciendo que es demasiado alegre para tener buena memoria.
Y la casa de Magdalena no es del tipo de viviendas que tienen juegos de muebles de sala y comedor, porcelanas y fotografías familiares alrededor. Pero tampoco es tan peculiar como ella. Uno esperaría encontrar cojines en el suelo, en vez de sillas; tazas usadas con residuos de té y café y libros abiertos por varias partes de la casa; y un olor indescifrable, pero, ciertamente, proveniente del reino vegetal.
Sin embargo, esa casa es como un punto medio entre esas dos descripciones. Es realmente un apartamento en un edificio cerca al centro, pequeño pero con suficiente espacio para ella y sus tres gatos (quizá los gatos sean axiomáticos en las personas peculiares). Tiene una sala principal amplia (en proporción con su contenido) donde hay una mesa de cuatro puestos que hace las veces de escritorio, comedor y sala. En una de las paredes de esa sala, hay cuatro repisas vacías dispuestas en zigzag ascendente para los gatos. Luego, un pasillo lleva al baño social y a la única habitación del lugar. Dicha habitación tiene baño privado y el tamaño apropiado para una cama doble, un closet, una mesita de noche atestada de libros, revistas, hojas y cuadernos; una lámpara de piso, una butaca (que hace las veces de silla de escritorio) y un mueble con divisiones para libros y televisor, donde en vez de televisor hay un computador portátil y una impresora, y los espacios para libros son habitaciones de gatos con cobijas, cojines y ratones de trapo. Continuando por el pasillo, se llega a una cocina pequeña que tiene una puerta hacia el patio del apartamento.
No hay ningún olor característico en la casa de Magdalena, excepto por la habitación que huele a su perfume de uvas. Y aunque se pueden encontrar muchos libros en esa casa, no están tirados en cualquier parte. Ni hay tazas sucias por todos lados. Al parecer, Magdalena guarda algún sentido del orden. Ella sí tiene algunas fotos familiares colgadas alrededor de la casa, y también unas cuantas pinturas. Mas no tiene porcelanas, las encuentra detestables y poco expresivas. Sintetizando, la casa de Magdalena podría pasar por una casa normal si se le añade un televisor y un juego de muebles de sala. Y la facilidad de volverla normal, le quita congruencia respecto a su dueña, pues no hay forma de hacerla pasar a ella por alguien del común.
Con la primera visita a esa casa, me sorprendí de ver que mi imaginación la había exagerado. Por esa época estaba empezando a entender que con Magdalena hay que acostumbrarse a las sorpresas. Aunque realmente no me fijé en todo eso en el transcurso de aquella primera visita, sino en reflexiones posteriores estando solo. Es que en la primera visita iba ocupado amando a Magdalena, eso es suficiente para distraerme de todo lo ajeno a ese hecho. Mi amor hacia ella es de esos que deberían ser perjudiciales para la salud porque son demasiado embriagantes. El deseo que despierta en mí el roce de su cabellera es suficiente para hacerme olvidar todo lo convencional de la vida y creer que existe solo un mundo resumido en esos cabellos rojizos.
Esa vez de la primera visita, cuando íbamos camino a su apartamento por el edificio, íbamos como una pareja de novios inocentes tomados de la mano. Hasta que llegamos a su puerta. Ella abrió y me hizo entrar delante de ella para poder plantarme un beso en la nuca cuando yo pasara, justo antes de cerrar la puerta de nuevo. Magdalena conoce mis puntos débiles. Con ese beso olvidé reparar en cualquier detalle del lugar y me dedique a explorarla solo a ella. Para cuando llegamos a la habitación, estábamos un cuarto desnudos. La chaqueta y el saco que traíamos cayeron de primeros, a unos pasos de la puerta del apartamento. Los zapatos y medias quedaron a lo largo del pasillo y a la entrada del baño social, encontró lugar la blusa de ella, a dos pasos de mi camiseta.
Los gatos caminaban sobre nuestras pertenencias y sus ronroneos y maullidos ambientaban la escena. Cruzamos el umbral de su pieza y mis manos emprendieron una expedición guiada por el torrente de su cabello, que las llevó por todos los rincones de la parte superior de ese cuerpo bohemio. Ella me desnudó con gracia, ligera y delicadamente, de forma casi imperceptible. Las yemas de sus dedos despertaron cosquilleos y pequeñas explosiones dentro de mi piel a medida que desabotonaban mi pantalón y me liberaban de él. Y mientras deslizaba por mis piernas abajo la última prenda que quedaba en mí, el vaho de su aliento activó algún volcán en mi interior, y podía sentir cómo la lava se derramaba por mis venas. Mi percepción de los estímulos relacionados a esa mujer aumentaba considerablemente y me sentía como el lobo: la veía mejor, la olía mejor, la escuchaba mejor y… Ese día había sido agitado, ella se encontraba cansada y era como una gata más: ronroneaba (su ronroneo me excitaba) y me mordisqueaba la oreja de forma juguetona. Magdalena no sabe controlarme, pero, seguro, sí sabe descontrolarme.
Pasaron algunos minutos para mí, no sé cuántos para ella. Es más, no sé si para ella los minutos corren, o si tiene otra forma de medir el tiempo. Quizá mide el tiempo en ronroneos de gatos, que eran lo único perceptible fuera de nosotros aquella vez. Pasaron algunos minutos para encontrarnos desnudos por completo, en una guerra contra el tiempo que yo pretendía luchar con ella, pero que ella insistía en librar contra mí. La respiración arrítmica se escuchaba armónica acompañada por cortas melodías vocales. Las bocas se desesperaban por no poder abarcar todo lo que se les antojaba de una sola vez. Los ombligos se unían y rechazaban. Las piernas se confundían de dueño. La piel sentía comezón por no poder ser tocada en su totalidad por una sola caricia. El lenguaje se entorpecía por no querer aceptar la inefabilidad del momento. La humedad en nuestro microcosmos aumentaba de forma directamente proporcional a la temperatura interna de nuestros cuerpos. El aire no sabía si sobrarnos o hacernos falta, o ambas cosas al tiempo. La guerra seguía desarrollándose con una violencia placentera y no podía predecirse su ganador. No obstante, la batalla final llegó y culminó con un gemido femenino irregular y detonante que me hizo pensar que fue ella la vencedora.
Poco antes de y cuando el victorioso gemido orgásmico de Magdalena estuvo ocurriendo, se presentaron los tres gatos en la habitación, uno tras otro, queriendo subir a la cama al lado de ella. Hubo que bajarlos por cuestiones sanitarias y de comodidad cada que lograron trepar al lecho, así que se conformaron con mirar desde el suelo cómo el clímax de su dueña tomaba fuerza e iba pasando. Dirigían sus orejas hacia los fragmentos vocales de ella, estiraban sus cuellos y sus pupilas crecían y disminuían para enfocar y tratar de no perder ningún detalle. Hasta que Magdalena y yo quedamos exhaustos, tendidos en la cama de cualquier manera, sin nociones de encima o debajo, los gatos estuvieron vigilantes del acontecimiento. Al vernos en esa disposición, se marcharon del cuarto con la característica indiferencia felina.
Luego, cada vez que hicimos el amor en su apartamento, los gatos aparecieron como la primera vez, testigos curiosos del orgasmo de Magdalena. Siempre olvidábamos cerrar la puerta, usualmente quedaba entreabierta. Íbamos muy ocupados para atender a minucias. Entonces, los gatos se sobaban contra el umbral y terminaban de abrir para entrar en el aposento. Ronroneaban duro y miraban nada que no fuéramos nosotros. O nada que no fuera Magdalena, mejor. Sus pupilas se crecían y sus orejas se movían en dirección a los suspiros y gemidos femeninos, como en la primera vez. Y todas las veces se sentaban elegantemente a asistir a los orgasmos de ella, solo a los de ella.
Después de unas cuantas veces de observar ese comportamiento en los felinos, empecé a pensar que los orgasmos femeninos debían ser sentidos extraordinariamente por los gatos, quienes, en su misterio, querían presenciarlos de cerca, como si fuesen para ellos, sabrá Zeus para qué fin. Pero luego de más observación y una reflexión detenida, se me ocurrió que no cualquier mujer podría despertar el interés de una criatura tan indiferente como un gato. Me convencí, entonces, de que mi amada es tan peculiar, que hasta los gatos se asombran de su extravío de la norma. Y ahora, soy un completo creyente de la autenticidad de Magdalena, autenticidad que me ha enamorado. Mi prueba para creer, que los suyos sean orgasmos para gatos.
Y la casa de Magdalena no es del tipo de viviendas que tienen juegos de muebles de sala y comedor, porcelanas y fotografías familiares alrededor. Pero tampoco es tan peculiar como ella. Uno esperaría encontrar cojines en el suelo, en vez de sillas; tazas usadas con residuos de té y café y libros abiertos por varias partes de la casa; y un olor indescifrable, pero, ciertamente, proveniente del reino vegetal.
Sin embargo, esa casa es como un punto medio entre esas dos descripciones. Es realmente un apartamento en un edificio cerca al centro, pequeño pero con suficiente espacio para ella y sus tres gatos (quizá los gatos sean axiomáticos en las personas peculiares). Tiene una sala principal amplia (en proporción con su contenido) donde hay una mesa de cuatro puestos que hace las veces de escritorio, comedor y sala. En una de las paredes de esa sala, hay cuatro repisas vacías dispuestas en zigzag ascendente para los gatos. Luego, un pasillo lleva al baño social y a la única habitación del lugar. Dicha habitación tiene baño privado y el tamaño apropiado para una cama doble, un closet, una mesita de noche atestada de libros, revistas, hojas y cuadernos; una lámpara de piso, una butaca (que hace las veces de silla de escritorio) y un mueble con divisiones para libros y televisor, donde en vez de televisor hay un computador portátil y una impresora, y los espacios para libros son habitaciones de gatos con cobijas, cojines y ratones de trapo. Continuando por el pasillo, se llega a una cocina pequeña que tiene una puerta hacia el patio del apartamento.
No hay ningún olor característico en la casa de Magdalena, excepto por la habitación que huele a su perfume de uvas. Y aunque se pueden encontrar muchos libros en esa casa, no están tirados en cualquier parte. Ni hay tazas sucias por todos lados. Al parecer, Magdalena guarda algún sentido del orden. Ella sí tiene algunas fotos familiares colgadas alrededor de la casa, y también unas cuantas pinturas. Mas no tiene porcelanas, las encuentra detestables y poco expresivas. Sintetizando, la casa de Magdalena podría pasar por una casa normal si se le añade un televisor y un juego de muebles de sala. Y la facilidad de volverla normal, le quita congruencia respecto a su dueña, pues no hay forma de hacerla pasar a ella por alguien del común.
Con la primera visita a esa casa, me sorprendí de ver que mi imaginación la había exagerado. Por esa época estaba empezando a entender que con Magdalena hay que acostumbrarse a las sorpresas. Aunque realmente no me fijé en todo eso en el transcurso de aquella primera visita, sino en reflexiones posteriores estando solo. Es que en la primera visita iba ocupado amando a Magdalena, eso es suficiente para distraerme de todo lo ajeno a ese hecho. Mi amor hacia ella es de esos que deberían ser perjudiciales para la salud porque son demasiado embriagantes. El deseo que despierta en mí el roce de su cabellera es suficiente para hacerme olvidar todo lo convencional de la vida y creer que existe solo un mundo resumido en esos cabellos rojizos.
Esa vez de la primera visita, cuando íbamos camino a su apartamento por el edificio, íbamos como una pareja de novios inocentes tomados de la mano. Hasta que llegamos a su puerta. Ella abrió y me hizo entrar delante de ella para poder plantarme un beso en la nuca cuando yo pasara, justo antes de cerrar la puerta de nuevo. Magdalena conoce mis puntos débiles. Con ese beso olvidé reparar en cualquier detalle del lugar y me dedique a explorarla solo a ella. Para cuando llegamos a la habitación, estábamos un cuarto desnudos. La chaqueta y el saco que traíamos cayeron de primeros, a unos pasos de la puerta del apartamento. Los zapatos y medias quedaron a lo largo del pasillo y a la entrada del baño social, encontró lugar la blusa de ella, a dos pasos de mi camiseta.
Los gatos caminaban sobre nuestras pertenencias y sus ronroneos y maullidos ambientaban la escena. Cruzamos el umbral de su pieza y mis manos emprendieron una expedición guiada por el torrente de su cabello, que las llevó por todos los rincones de la parte superior de ese cuerpo bohemio. Ella me desnudó con gracia, ligera y delicadamente, de forma casi imperceptible. Las yemas de sus dedos despertaron cosquilleos y pequeñas explosiones dentro de mi piel a medida que desabotonaban mi pantalón y me liberaban de él. Y mientras deslizaba por mis piernas abajo la última prenda que quedaba en mí, el vaho de su aliento activó algún volcán en mi interior, y podía sentir cómo la lava se derramaba por mis venas. Mi percepción de los estímulos relacionados a esa mujer aumentaba considerablemente y me sentía como el lobo: la veía mejor, la olía mejor, la escuchaba mejor y… Ese día había sido agitado, ella se encontraba cansada y era como una gata más: ronroneaba (su ronroneo me excitaba) y me mordisqueaba la oreja de forma juguetona. Magdalena no sabe controlarme, pero, seguro, sí sabe descontrolarme.
Pasaron algunos minutos para mí, no sé cuántos para ella. Es más, no sé si para ella los minutos corren, o si tiene otra forma de medir el tiempo. Quizá mide el tiempo en ronroneos de gatos, que eran lo único perceptible fuera de nosotros aquella vez. Pasaron algunos minutos para encontrarnos desnudos por completo, en una guerra contra el tiempo que yo pretendía luchar con ella, pero que ella insistía en librar contra mí. La respiración arrítmica se escuchaba armónica acompañada por cortas melodías vocales. Las bocas se desesperaban por no poder abarcar todo lo que se les antojaba de una sola vez. Los ombligos se unían y rechazaban. Las piernas se confundían de dueño. La piel sentía comezón por no poder ser tocada en su totalidad por una sola caricia. El lenguaje se entorpecía por no querer aceptar la inefabilidad del momento. La humedad en nuestro microcosmos aumentaba de forma directamente proporcional a la temperatura interna de nuestros cuerpos. El aire no sabía si sobrarnos o hacernos falta, o ambas cosas al tiempo. La guerra seguía desarrollándose con una violencia placentera y no podía predecirse su ganador. No obstante, la batalla final llegó y culminó con un gemido femenino irregular y detonante que me hizo pensar que fue ella la vencedora.
Poco antes de y cuando el victorioso gemido orgásmico de Magdalena estuvo ocurriendo, se presentaron los tres gatos en la habitación, uno tras otro, queriendo subir a la cama al lado de ella. Hubo que bajarlos por cuestiones sanitarias y de comodidad cada que lograron trepar al lecho, así que se conformaron con mirar desde el suelo cómo el clímax de su dueña tomaba fuerza e iba pasando. Dirigían sus orejas hacia los fragmentos vocales de ella, estiraban sus cuellos y sus pupilas crecían y disminuían para enfocar y tratar de no perder ningún detalle. Hasta que Magdalena y yo quedamos exhaustos, tendidos en la cama de cualquier manera, sin nociones de encima o debajo, los gatos estuvieron vigilantes del acontecimiento. Al vernos en esa disposición, se marcharon del cuarto con la característica indiferencia felina.
Luego, cada vez que hicimos el amor en su apartamento, los gatos aparecieron como la primera vez, testigos curiosos del orgasmo de Magdalena. Siempre olvidábamos cerrar la puerta, usualmente quedaba entreabierta. Íbamos muy ocupados para atender a minucias. Entonces, los gatos se sobaban contra el umbral y terminaban de abrir para entrar en el aposento. Ronroneaban duro y miraban nada que no fuéramos nosotros. O nada que no fuera Magdalena, mejor. Sus pupilas se crecían y sus orejas se movían en dirección a los suspiros y gemidos femeninos, como en la primera vez. Y todas las veces se sentaban elegantemente a asistir a los orgasmos de ella, solo a los de ella.
Después de unas cuantas veces de observar ese comportamiento en los felinos, empecé a pensar que los orgasmos femeninos debían ser sentidos extraordinariamente por los gatos, quienes, en su misterio, querían presenciarlos de cerca, como si fuesen para ellos, sabrá Zeus para qué fin. Pero luego de más observación y una reflexión detenida, se me ocurrió que no cualquier mujer podría despertar el interés de una criatura tan indiferente como un gato. Me convencí, entonces, de que mi amada es tan peculiar, que hasta los gatos se asombran de su extravío de la norma. Y ahora, soy un completo creyente de la autenticidad de Magdalena, autenticidad que me ha enamorado. Mi prueba para creer, que los suyos sean orgasmos para gatos.
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