He hecho un descubrimiento de una forma inusual, nunca pensé aprender algo del acné. Desde la adolescencia, he tenido problemas con él, pero solo en los últimos años me empezó a afligir. Hace un tiempo, tuve un ataque fuerte de acné en mi cara, me lastimó mucho. Después de eso, la piel quedó vulnerable, se dañó y debilitó.
Siempre he sentido la necesidad de remover lo que interrumpa la tersura de mi piel. Si el carmesí se asoma en el proceso, no me atormenta, pues es algo más natural y bello que lo que fue necesario retirar. Esta manía agravó considerablemente el ataque de acné referido, pues sus manifestaciones eran claros transgresores de mi ideal de piel y las eliminaba tan pronto las detectaba. Como el ataque fue tan fuerte, aparecían en mi rostro granos nuevos y peores muy frecuentemente y yo no cesaba de quitarlos sin considerar consecuencia alguna más que la inmediata. Terminé con heridas poco probables de curar completamente, puesto que eran reabiertas una y otra vez. Cuando di con un tratamiento que neutralizó el problema, las lesiones por fin pudieron sanar, solo que de una forma torpe (la única forma posible) y las cicatrices resultaron bastante visibles y algunas, profundas.
Los tejidos de esa piel quedaron afectados en su capacidad para sanar apropiadamente las laceraciones venideras. De eso me fui percatando después, cuando la remoción de un pequeño grano significaba un gran esfuerzo para cicatrizar. La piel también quedó más propensa a ser herida. Ahora, por tanto, mi piel es fea y débil y yo, ocasionalmente, experimento tristeza y enojo frente a espejos y algunas fotos.
Un día, me estaba mirando al espejo mientras consideraba algunas cuestiones del amor y revisaba que mi cara hubiese quedado bien lavada. Encontré unas espinillas y decidí que lo más pertinente era eliminarlas. Me herí cerca de donde ya tenía una herida y la lastimé un poco. Seguía con mi pensamiento en los otros asuntos, pero me di cuenta de lo que estaba haciendo: siempre estaba abriendo llagas y agrandando cicatrices, y no solo eso, también hacía a mi piel cada vez más vulnerable e incapaz de sanar. En ese momento, llegué al descubrimiento. Miré el reflejo de mis pupilas y pasé mi mirada por mi piel dañada. Por unos instantes, no hice más, contemplé: la piel de mi cara es la metáfora encarnada de mi alma.
Siempre he sentido la necesidad de remover lo que interrumpa la tersura de mi piel. Si el carmesí se asoma en el proceso, no me atormenta, pues es algo más natural y bello que lo que fue necesario retirar. Esta manía agravó considerablemente el ataque de acné referido, pues sus manifestaciones eran claros transgresores de mi ideal de piel y las eliminaba tan pronto las detectaba. Como el ataque fue tan fuerte, aparecían en mi rostro granos nuevos y peores muy frecuentemente y yo no cesaba de quitarlos sin considerar consecuencia alguna más que la inmediata. Terminé con heridas poco probables de curar completamente, puesto que eran reabiertas una y otra vez. Cuando di con un tratamiento que neutralizó el problema, las lesiones por fin pudieron sanar, solo que de una forma torpe (la única forma posible) y las cicatrices resultaron bastante visibles y algunas, profundas.
Los tejidos de esa piel quedaron afectados en su capacidad para sanar apropiadamente las laceraciones venideras. De eso me fui percatando después, cuando la remoción de un pequeño grano significaba un gran esfuerzo para cicatrizar. La piel también quedó más propensa a ser herida. Ahora, por tanto, mi piel es fea y débil y yo, ocasionalmente, experimento tristeza y enojo frente a espejos y algunas fotos.
Un día, me estaba mirando al espejo mientras consideraba algunas cuestiones del amor y revisaba que mi cara hubiese quedado bien lavada. Encontré unas espinillas y decidí que lo más pertinente era eliminarlas. Me herí cerca de donde ya tenía una herida y la lastimé un poco. Seguía con mi pensamiento en los otros asuntos, pero me di cuenta de lo que estaba haciendo: siempre estaba abriendo llagas y agrandando cicatrices, y no solo eso, también hacía a mi piel cada vez más vulnerable e incapaz de sanar. En ese momento, llegué al descubrimiento. Miré el reflejo de mis pupilas y pasé mi mirada por mi piel dañada. Por unos instantes, no hice más, contemplé: la piel de mi cara es la metáfora encarnada de mi alma.